Volveremos a viajar: Riga

Enrique de Pablo Domingo

09/06/2021

VACUNA

¿Quién diría que uno de los alicientes de esta ciudad báltica es ir a la playa? Pues sí, apenas a 15 km se extiende Jurmala, 30 kilómetros de costa con cinco playas una a continuación de otra. Pero cuidado, de arena fina, con sus chiringuitos, resorts… ¿y el agua? Cuando uno se bañó allí, puede decir que templadita. Verdad es que no solo hacía calor, llevaba haciéndolo más de un mes, porque aquel verano fue inusitadamente caluroso en el norte de Europa. Para llegarse hasta allí, basta tomar lo que podríamos llamar un tren-sauna, hasta los topes de gente con sus bolsas y sus utensilios playeros.

Pero excursiones inesperadas aparte, íbamos a hablar de Riga, que por sí sola se merece la escapada. Una ciudad en sí misma un cuadro, solemne y cruzada por la historia. Alemana en origen, después rusa, soviética y hoy capital de Letonia. Su impronta mantiene armónicamente el origen gótico y el esplendor modernista. Si nos salimos del centro, nos daremos de bruces con la “funcional” -vamos a llamarla así- arquitectura estalinista.

Su mejor época, antes de la actual, fue con los zares, cuando llegó a erigirse en la tercera ciudad del Imperio Ruso por su conexión con el mar. Dicen que Catalina la Grande enfermó durante una visita y mejoró ostensiblemente cuando le dieron un trago de Black Balsam, 45° puramente curativos… siempre que no se tome más de un chupito. A finales del XIX llegaría la borrachera arquitectónica, que todavía embriaga muchos rincones de esta ciudad.

Riga tiene tres catedrales -católica, ortodoxa y protestante-, pero la torre que toca el cielo y domina todas las escenas es la de la Iglesia de San Pedro. Un obús la fulminó en la Segunda Guerra Mundial, y no la volvieron a levantar hasta más de tres décadas después. Como la Casa de los Cabezas Negras, emblema de la ciudad, construida por una hermandad de comerciantes alemanes en el siglo XII y destruida por misiles también alemanes en el XX, rematada después por el ejército rojo… Fue necesaria una exploración arqueológica para redescubrirla bajo la tierra y levantarla, espléndida como luce hoy.

Por lo demás, el centro histórico es para gestionarlo despacio y con esmero… ah, y con un calzado apropiado para el piso adoquinado. Mejor dejarse llevar por la intuición y caerse por recodos y vías estrechas, vistas que parecen recreadas por un loco soñador. De la Puerta de Suecia -si tenemos la suerte de cruzarla solos y en silencio- a los Tres Hermanos, edificios contiguos y comunicados entre sí que levantaron tres miembros de una misma familia en diferentes épocas y estilos: medieval, renacentista, barroco… Y aunque lo modernista aparece por doquier, el cónclave tiene lugar en la calle Alberta Lela, puede que una de las más bonitas del mundo: un desfile de 200 metros de fachadas que son pura orfebrería, a cuál más delicada o más atrevidamente rematada. Por cierto, la mayoría obra de Eisenstein, el padre del director del Acorazado Potemkin.

El paseo cobra un aire estimulante cuando se cruza alguno de los soberbios puentes sobre el río Daugava, a punto de desembocar. O el mercado central, instalado en cuatro antiguos hangares Zeppelin de la Primera Guerra Mundial. Y siguen las sorpresas. Otro de los tesoros de este país es su cerveza, toda artesana, de mil y una clases y marcas. Uno conoció el primer día a Vallmiermuiza (pronúnciese Valmermuises, como con un deje asturiano) y, sin hacer de menos a las demás, ya quedó con ella todos los días. ¿Puedo contar algo más? Que en Riga, si el día no tiene desperdicio, las noches no tienen fin…

Algunas pistas más sobre Riga, AQUÍ

Y aquí, contamos el viaje con más detalle Planeta Riga – Byenrique

Si tomamos un vuelo directo desde Madrid, aterrizaremos en Riga en algo más de tres horas. Bastarán dos días para conocerla y contarla. Y los que hagan falta para, simplemente, estar allí y enamorarse.