El género negro, tanto en cine como en literatura, tiene mucho de oscuridad. A fin de cuentas, el material que utiliza son las miserias del ser humano, sus deseos más inconfesables y sus ambiciones más dañinas.  A veces esa oscuridad empapa la forma de contar, como trampa para ponernos en situación y crearnos el desasosiego necesario.   

No recuerdo cuándo comenzó True Detective su primera temporada. Pero sin duda marcó un hito dentro de las series para televisión por su calidad, la sofisticación de un guion tan complejo como exigente y la falta de límites para acercarse a la oscuridad interior de los seres humanos, una sordidez a la que no le hacía falta ser explícita.

Y con este entusiasmo, aun no consigo explicarme por qué no seguí con la segunda y la tercera entrega. Incomprensible. El caso es que acaba de estrenarse la cuarta y, dado que son historias independientes, sin continuidad, me he puesto a ello. Y ahí sigue la oscuridad.

El escenario es un pueblo en Alaska perdido en las montañas, y la acción se desarrolla durante varios días de esa noche eterna que parece envolver, no sólo el paisaje, sino las almas de los pocos habitantes que deben de convivir en una comunidad tan frustrada como solitaria, donde parece que la felicidad es casi siempre sólo un recuerdo.

La historia, por supuesto, un crimen. Plural, atroz y enraizado con lo inabarcable de las leyendas y los miedos. El guion consigue crear unos personajes totémicos que, junto con una impresionante fotografía, parece trasladarnos a un mundo de pesadilla. Pero, además, la realización juega con los límites entre el género negro y el de terror.

Una vez más, es una propuesta exigente que necesita atención y confianza en que finalmente todo terminará por encajar. Y cuando ese final llega, podemos sentirnos satisfechos. Hemos cruzado la noche y parece que hay un poco más de justicia… aunque sea una justicia cuestionable.

Y por supuesto, hay que reparar errores pasados: la dos y la tres caerán pronto.

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