Si pienso en Al este del Edén, lo primero que recuerdo es a James Dean tirando piedras a una casa (como también recordaba Luis Eduardo Aute en su canción Las cuatro y diez) y la mirada triste y enamorada de Natalie Wood. La novela de John Steinbeck la leí años después y descubrí que la película, magnífica, apenas recogía una cuarta parte de todo lo que podíamos encontrar entre sus páginas. Una larga saga familiar que recorre la historia de los EEUU cuando comienza a convertirse en el país más rico del mundo.

También Las uvas de la ira cuenta con su versión cinematográfica y también es excelente, pero, una vez más, la lectura de la novela nos sumerge en una narración grande, donde palpamos la pobreza y la desesperación frente a lo que el sueño americano tenía preparado para aquellos que se hubiesen caído en el camino en los años de la depresión. La grandeza de la dignidad humana frente a la miseria.

Y hace poco, he disfrutado (no sé si esta palabra es adecuada) de De ratones y hombres, una obra más breve pero empapada de ternura y de tristeza, sobre el viaje de dos trabajadores vagabundos persiguiendo un futuro que saben que no va a existir. Tan perfecta como delicada. En este caso también hay película, pero no recuerdo haberla visto.

Steinbeck es para mí un novelista absoluto, como lo es Dickens, con quien abrí hace ya tiempo esta serie de comentarios. Ellos escriben historias que son la mejor crónica de la vida. Con personajes que se convierten en seres vivos y que en muchos casos nunca nos abandonan. De ellos aprendemos, fundamentalmente, a mirar la vida de otra manera. Además, en el caso del americano, sus narraciones se multiplicaron gracias al cine. Y una novela clásica pasa a convertirse, sin perder nada en el camino, en una película clásica.

Los clásicos, a fin de cuentas, son aquellos que perduran en el tiempo, que nunca se olvidan y que, en lo que se refiere a literatura, nos hacen crecer, mostrándonos las cimas de creación de las que es capaz un ser humano. Ya que no hemos nacido con su talento, disfrutemos de sus regalos. Imposible arrepentirse.

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