
Aunque la intención de Arturo al invitarme a cenar tras el traspiés de no llegar a tiempo al Auditorio fue buena, la velada no transcurrió todo lo amable que presagiaba el comienzo.
Sin abandonar el taxi (éramos conscientes de lo difícil que podía llegar a ser conseguir uno), paramos un momento en mi casa. Antes de ir a cenar tenía que desprenderme del engorroso paquete que había provocado que yo aquella tarde me hubiera decantado por coger un taxi en lugar del Metro, como hubiera sido mi costumbre.
No tardaría más de diez minutos entre subir, asearme un poco y bajar. Me subí al coche, cerré la puerta y esperé. Me sorprendió que siguiera enfrascado en una conversación a través de la mensajería de su teléfono móvil sin tan siquiera mirarme. El taxista me miró a través del espejo retrovisor y levantó las cejas, como preguntando “¿Y bien? ¿A dónde vamos?” Me encogí de hombros y puse cara de “Ni idea. Espere un momento. Seguro que en seguida acaba”.
—Discúlpame la grosería —me dijo volviéndose hacia mí y guardando el teléfono en el bolsillo—. No suelo salir mucho y le estaba preguntando a mi hermano Fernando dónde podríamos ir.
Le dio la dirección al conductor y durante el trayecto me puso en antecedentes: hacía dos años que era viudo y dos meses desde que la empresa para la que trabajaba había decidido enviarlo a casa prejubilado; tenía dos hijos mayores que le habían dado cuatro nietos, dos de cada uno… Recuerdo que pensé “madre mía de mi alma, ¡cuánto dos hay en su vida!” Aquel hombre no paraba de parlotear y de pronto desconecté y me dediqué a mirar por la ventana mientras de vez en cuando asentía con la cabeza y murmuraba un tímido “sí, claro”.
La cena fue más de lo mismo, salvo que en cuanto me despistaba ya estaba él atendiendo el teléfono. ¡Con la rabia que me da que la gente sea tan poco educada! Eso sí, siempre que lo dejaba sobre la mesa la conversación empezaba con un discúlpame: discúlpame, era mi hijo; discúlpame, era mi hija; discúlpame, la asistenta, que no puede venir mañana… Menos mal que el lugar era muy agradable, tenía una gran cocina y, para qué negarlo, una estupenda bodega, que me hicieron menos penosa la velada, porque Arturo, lo que se dice Arturo, poco hizo. ¡Qué hombre tan aburrido por Dios!
Cogimos otro taxi para volver a casa, esta vez sin tanto sufrimiento, y en el trayecto me pidió el número de teléfono. Por un instante pensé en equivocarme en algún número, pero luego caí en que, teniendo en cuenta que sabía donde vivía, capaz era de esperarme frente al portal si no conseguía contactar conmigo por teléfono.
¡Dos días, dos, tardó en llamarme! Mientras descolgaba se me escapó una sonrisa. Tenía que haber adivinado que me llamaría dos días después, ni uno, ni cinco, dos.
—Disculpa que te llame —¡este hombre no sabía empezar una frase si no era disculpándose! Mal empezamos— Verás… Vuelvo a tener entradas para el Auditorio y, como me comentaste que te gustaba la música clásica y que nunca habías tenido la oportunidad de ir, he pensado en que quizá te gustaría acompañarme… Son para dentro de dos semanas, justo el jueves.
¡Uffff! ¡Qué hacer! Por un lado, me apetecía muchísimo ir al Auditorio; por otro, bueno, pues Arturo no era precisamente mi compañía ideal. Claro que durante el concierto pocas probabilidades habría de que me pidiera disculpas por cualquier cosa, así que ganaron las ganas al aburrimiento y acepté. Quedamos en la misma puerta media hora antes de que diera comienzo el recital.
Dos semanas después era yo la que bailoteaba para evitar el frío frente a la puerta del Auditorio. “¡Vaya por Dios! Ya llega tarde, el discúlpame va a ser inevitable”.
“Menos veinticinco y sin noticias de Arturo”.
“Menos veinte y sin noticias de Arturo”.
“Menos cuarto y sin noticias de Arturo. Nos vamos a perder el concierto”.
—Perdone —dijo una voz de hombre a mi espalda. ¿Perdone? Este no puede ser Arturo, si lo fuera hubiera sido un “disculpe”— Si se llama usted María y está esperando a Arturo, venga rápido conmigo, que como no nos demos prisa no nos va a dar tiempo a entrar.
Justitos, pero entramos. Según íbamos pasando, las puertas se cerraban a nuestra espalda y ni tiempo hubo para preguntar quién era, ni realmente me importaba. Estaba dentro y eso era lo importante.
El encendido de las luces en el descanso comenzó a disipar mis dudas.
—Así que tú eres la del taxi.
—¿Perdón?
—Que eres María, la del taxi, la que intentó que mi hermano Arturo llegara el otro día al concierto y acabara por dejarme tirado mientras se iba de cena contigo.
—Pues sí. Soy la del taxi. Y por lo que dices, tú eres Fernando, el hermano de Arturo.
—Soy hermano de Arturo, pero no soy Fernando, sino Nicolás —se me escapó una sonrisa. Arturo tenía al menos “dos” hermanos— ¿Conoces a Fernando?
—No, no, que va. Es que el restaurante al que me llevó tu hermano fue recomendación de Fernando y pensé que eras tú.
—No pude ser yo. Recuerda que aquel día yo estaba aquí. Ni se me hubiera ocurrido atender el móvil aunque Arturo hubiera estado al borde del infarto y él lo sabe, así que ni lo intentó.
—¿Y qué es lo que ha sucedido para que él no haya llegado hoy?
—Ni la más remota idea. No preguntes, que mi hermano es más raro que un perro verde. Las entradas las tenía yo. Las tres. Me dijo que venía contigo y que nos veríamos en la puerta, pero en vez de llegar él llegó un mensaje con una foto tuya pidiéndome que te buscara. He tardado un poco hasta que se ha despejado la entrada, pero lo conseguí y me alegro.
Seguimos hablando, ¡los dos!, hasta que terminó el descanso, apagaron las luces y me dispuse a disfrutar de la segunda parte del programa. La última pieza me dejó tocado el corazón: List y su “Sueño de amor” tienen la virtud de conmoverme.
No hace mucho que Arturo ha confesado que simplemente se arrepintió de haberme invitado al concierto y que pensó que tras el plantón no me volvería a ver en la vida. ¡Qué equivocado estaba! Desde entonces, Nicolás y yo no solo no hemos llegado tarde a ningún concierto sino que, además, nos hemos sacado el abono. Esto promete.
Desde entonces, Nicolás y yo no solo no hemos llegado tarde a ningún concierto sino que, además, nos hemos sacado el abono. Esto promete.

María Victoria de Rojas
Asesora y Colaboradora en soy50plus
Ha sido directora de la revista Ejecutivos y actualmente “sigue alcanzando metas” , tal y como cuenta ella misma. Como escritora, ya lleva 3 libros publicados y es coach, speaker y editora del blog femeninoyplural.com. Es un honor para soy50plus contar con las colaboraciones de María Victoria dentro de CALMA.