Cuando perdí a mis padres, hace no muchos años y con apenas once meses de diferencia entre ambos, comprendí la dificultad de asumir esos mensajes que muchas veces yo mismo había utilizado, recordando que lo ocurrido era sólo el desarrollo natural de una vida y que, ante el comienzo de la decadencia, lo mejor era esto, “sin enterarse”, “con lo poco que le habría gustado molestar”…
Yo, entonces, lo único que sentía era la ausencia. Ese vacío que te dejan las personas con las que has convivido mucho tiempo y la necesidad de entender algo tan absurdo como que no vas a volverlos a ver.
La despedida es triste. Lo siento. Soy básico. Decir adiós me cuesta cuando alguien me importa, y no digamos si soy consciente de que es para siempre.
Gracias a una buena amiga, he conocido un libro, Las gratitudes, de Delphine de Vigan, que, sin embargo, me ha ofrecido una perspectiva diferente.
Es pequeñito en número de páginas y en el ámbito íntimo en el que se mueve. Habla del final, de una mujer que llega al ocaso de su vida perdiendo el peso de los recuerdos y de las personas que viven cerca de ella esos últimos días, una, amiga desde hace tiempo; otra, un enfermero que la acaba de conocer.
Y lo más relevante es la forma en la que se afronta ese final. No se intenta esconder la tristeza, no hay un rechazo a la vejez asumiendo el dolor que puede producir. Pero lo importante es que reconoce y consagra el agradecimiento como la mirada que debe dirigir esos momentos.
Los hemos tenido a nuestro lado y nos han dado todo aquello que se puede recibir de una persona: su vida. Cada ser humano que pasa por nuestro lado es un regalo. Es una forma de pensar en lo que hemos tenido la suerte de obtener y no en lo que hemos perdido.
Suena fácil, quizás falso. No lo es.
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Las gratitudes es un libro que nos ofrece una perspectiva diferente. No se intenta esconder la tristeza ante una despedida, pero reconoce el agradecimiento como la mirada que debe dirigir esos momentos.