Se retorcía las manos constantemente y, a juzgar por los gruesos guantes de piel con los que se las protegía, no era a causa del frío.
Estábamos en una parada en una de esas tardes en las que todo el mundo tira la casa por la ventana y decide que la mejor manera de moverse por la ciudad es utilizando el servicio de taxi. Cada vez que veíamos acercarse uno y comprobábamos que la adorada lucecita verde permanecía apagada, le hacíamos señas para que se apiadara de nosotros y pidiera a algún compañero que viniera a rescatarnos a través de la radio de la compañía.
Aquel hombre mantenía un baile continuo con la mirada: primero su reloj, después el horizonte de la calle, finalmente y de reojo a mí, que sería la afortunada ganadora de presentarse por fin un taxi. Y vuelta a empezar. La única diferencia es que, de vez en cuando, se le escapaba un “no voy a llegar” como en un murmullo.
Lo mío no era prisa, era cansancio y ese inmenso paquete que me había visto obligada a recoger y que, aunque no pesaba, suponía un engorro para moverme en autobús o metro, como hubiera sido mi elección.
Y el milagro se produjo. Sin saber casi de dónde había surgido, un taxi se paró frente a nosotros. El taxista se bajó para recoger el enorme paquete y meterlo en el maletero y yo me dirigí a la puerta, la abrí y mientras me sentaba en el interior algo me llevó a decir:
—¿Y si lo compartimos?
Fue como si el peso del mundo que aquel hombre cargaba sobre sus hombros se perdiera por la cercana alcantarilla. Me moví hacia el interior, dejé espacio para que entrara y su cara se iluminó.
—Dígame: ¿dónde necesita llegar con tanta urgencia?
—Al Auditorio Nacional. Tengo una entrada para el concierto de hoy y ya sabe, si llegas tarde, no entras, al menos hasta el descanso.
—Lo sé. Ya lo ha oído —pronuncié dirigiéndome al taxista— al Auditorio Nacional, tan rápido como le sea posible.
Cada semáforo en rojo, cada parada, cada minuto que pasaba y no llegábamos supuso una tortura y, cuando finalmente llegamos, Arturo, al que ya llamaba por su nombre, simplemente se derrumbó.
—No sabe cómo le agradezco el esfuerzo, pero no ha sido posible. En este mismo instante deben estar cerrando la puerta —me dijo con aire desolado.
Inmediatamente recompuso su postura, me miró a los ojos y me dijo:
—¿Tiene usted prisa? Como sabe me he quedado libre. ¿Qué le parece si la invito a cenar?
… El taxista se bajó para recoger el enorme paquete y meterlo en el maletero y yo me dirigí a la puerta, la abrí y mientras me sentaba en el interior algo me llevó a decir:
María Victoria de Rojas
Asesora y Colaboradora en soy50plus
Ha sido directora de la revista Ejecutivos y actualmente “sigue alcanzando metas” , tal y como cuenta ella misma. Como escritora, ya lleva 3 libros publicados y es coach, speaker y editora del blog femeninoyplural.com. Es un honor para soy50plus contar con las colaboraciones de María Victoria dentro de CALMA.