Pues sí, tengo que reconocerlo. Aunque en muchas ocasiones he sido yo quien ha rechazado la pretendida superioridad de las élites culturales, reclamando que la cultura fuese algo abierto, plural y libre, sin limitaciones, lo cierto es que, aunque me cueste mucho escribirlo, en ocasiones, aunque en secreto, también me he permitido ser condescendiente con eso que en privado denominamos… cultura popular.
Así es, ya lo he confesado. Y lo hago por una buena causa, y es reconocer que recientemente he dado un paso adelante rompiendo una de mis barreras: el teatro de improvisación.
Como tantas cosas cuando pasas cierta edad, en este caso el hallazgo se lo debo a la insistencia de mis hijas, ya en esa edad en la que entienden que la época de los descubrimientos les toca a ellas.
Pues bien, hay un espectáculo que, por lo visto, lleva más de diez años en Madrid y ha viajado con el mismo éxito a otras ciudades. Se llama Corta el cable rojo y lo protagonizan tres actores de una rapidez sorprendente que, con las palabras del público y poco más, consiguen noventa minutos de carcajadas.
A mí el humor me parece algo muy serio y no me gusta lo fácil. No lo hay aquí. Se construyen historias, se inventan canciones y constantemente nos sorprenden en su lucidez y su capacidad de hacer reír sin hacer daño.
No, no es Calderón ni falta que le hace, es un espectáculo gozoso del que me he convertido en fan. Además, con la seguridad de que lo puedo volver todas las veces que quiera porque siempre me encontraré con un espectáculo totalmente diferente, sobre el que sólo tengo la certeza de que me hará olvidarme de cualquier preocupación que venga de fuera.
Lo dicho, una barrera menos. Voy a tener que seguir haciendo incursiones por la… cultura popular.
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Corta el cable rojo no es Calderón, ni falta que le hace. Es un espectáculo gozoso que me ha hecho acercarme al teatro de la improvisación, sí, a eso que en privado denominamos cultura popular.