
Lo voy a contar. Ya superados los cincuenta, no es tiempo de secretos.
He estado en muchas conversaciones literarias o cinematográficas donde, en un momento dado, algún curioso lanzaba una pregunta al aire: ¿y cuál es vuestro mayor pecado inconfesable? Algunos reconocían que les gustaba el cine gore, otros que las novelas de Paulo Coelho les hacían pensar o que seguían leyendo tebeos de Los cuatro fantásticos. Yo no decía nada. Porque mi placer inconfesable, siendo un hombre y en esa época un adolescente, era… Jane Austen.
Creo que he leído casi todas sus novelas y me costaría destacar una, quizás Mansfield Park. Pero no hay problema con que se me termine su catálogo, porque la británica ha creado escuela en autoras que han heredado su serenidad, su capacidad de observación, su meticulosa narrativa y, sobre todo, su sentido del humor.
La principal, posiblemente, sea Anne Tyler (Ejercicios de respiración, Una sala llena de corazones rotos, El baile del reloj…), que ha hecho de Baltimore el centro de sus inteligentes y divertidas narraciones. También la recordamos en alguna de las novelas de Maggie O’Farrell (La primera mano que sostuvo la mía) y, recientemente, en Sally Rooney (Conversaciones entre amigos). Son mujeres capaces de contarnos, con sano humor, su visión de este mundo creado por hombres.
Pero, además, Austen ha ofrecido mucho material a los guionistas y directores, y así han aparecido películas como Sentido y Sensibilidad, Persuasión o Emma, que nos acercan a su mundo, y la verdad es que generalmente con bastante acierto.
Y lo dicho, a mí me costaba reconocer que lo que de verdad me gustaba no eran los tiros y la sangre sino estas historias de amor, lastradas por los malentendidos y los inconvenientes sociales, pero que generalmente terminaban llegando a buen término.
Desde sus creaciones, Jane Austen puso la primera piedra para que, dentro de la literatura, naciese un club, que por ahora se prolonga, de encantadoras damas. Nunca las despreciemos, son ellas las que se ríen de nosotros. Porque es en el humor y en la serenidad donde está la verdadera sabiduría.
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A mí me costaba reconocer que lo que de verdad me gustaba no eran los tiros y la sangre sino estas historias de amor, lastradas por los malentendidos y los inconvenientes sociales, pero que generalmente terminaban llegando a buen término.