
Crecí con las películas de Walt Disney y muchas veces, cuando me piden que me describa, suelo responder: soy como Mary Poppins, prácticamente perfecta en todo. No, no se trata de que sea doña perfecta, es que el simple hecho de decirlo siempre me ha proporcionado un agradable subidón de adrenalina del que hace mucho tiempo decidí no prescindir.
Me molesta profundamente la campaña de acoso y derribo que existe sobre las princesas Disney por el supuesto daño que infringieron a las niñas de mi generación. Dos cosas: la primera es que creo que si de algo es culpable Walt fue de hacerme soñar, a mí y otros muchos niños como yo. No conozco mujer nacida en los años 50, 60 o 70 del siglo XX que, a pesar de haber ido al cine a ver tan terribles películas, no tenga un par de ovarios muy bien puestos. La segunda es que no entiendo por qué diantres se demoniza a Disney cuando los culpables de que existan esas historias son Andersen, Grimm o Perrault.
Perdón, que me he ido por las ramas.
Lo que quería contar es que, dado que los parques del pueblo en el que vivo aún no se habían recuperado de las inundaciones que hemos vivido durante el invierno, y aun corriendo el riesgo de provocar daños irreparables en la mente de sus habitantes más jóvenes, la Casa de la Cultura decidió hace algún tiempo programar entre sus actividades lo que llamó “Una tarde en familia” y proyectar La Cenicienta en su pequeño auditorio.
Si hubiera sido cualquier otra película quizá me lo hubiera pensado, pero La Cenicienta… ummm, ¡imposible perdérsela! Aunque la haya visto mil veces, aunque pueda verla en abierto en alguna plataforma de televisión, aunque tenga guardado como oro en paño la película de un CD…, da igual. Volver a verla y hacerlo rodeada de niños es un placer que no quería perderme.
Durante dos semanas indagué en mi entorno tratando de encontrar un alma tan cándida como la mía que quisiera convertirse en esa familia con la que compartir la tarde, pero no solo no la encontré, sino que, además, fui poco menos que tildada de loca por tener ideas tan peregrinas. Aun así, ninguno de los improperios que escuché logró que desistiera de mi empeño.
El día amaneció nublado y desapacible y fue empeorando a medida que pasaban las horas, lo que no impidió que a las cinco en punto (la proyección empezaba a y media) estuviera yo situada en la cola que se había formado frente a la puerta de la Casa de Cultura. Los niños se movían inquietos mientras los adultos, padres, abuelos, tíos, hermanos mayores, padrinos, aguantaban estoicos los gritos, los nervios y los empujones mientras esperaban a que se abrieran las puertas de la sala.
De pronto, mientras me señalaban con el dedo, se oyó un alto y claro:
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mira! ¡Esa señora no lleva niño!
Muchas cabezas se volvieron hacia mí y yo mantuve el tipo como si aquello no fuera conmigo, aunque ciertamente fuera a pasar la supuesta tarde en familia en absoluta soledad.
Por fin se abrieron las puertas y, precisamente aprovechando que no llevaba niño y que, por lo tanto, nadie querría ir al baño con urgencia a media película, me senté en todo el centro de la fila, segura de que no tendría que importunar a nadie al salir precipitadamente. Los asientos a mi alrededor permanecían vacíos, como si no tener niño que llevar al cine fuera una enfermedad contagiosa, cuando las luces comenzaron a atenuarse. Acababan de terminar de apagarse cuando una caja de palomitas aterrizaba en mis rodillas y un hombre se sentaba a mi lado:
—No se asuste. Yo he traído a mis dos nietos. Podemos compartirlos.
Primero sonreí, después me eché a reír.
—Será un placer —contesté y me dispuse a disfrutar de la película, de las palomitas y de la compañía.
Con el encendido de las luces nos pusimos cara y mientras salíamos de la sala me comentó que se había comprometido con su hijo a devolver a sus nietos cenados y listos para ir a la cama. Me propuso acompañarlos y, casi sin pensarlo, acepté.
Manuel no vive en el pueblo, sino en Madrid, pero viene tan a menudo como puede para disfrutar de sus nietos Miguel y Pablo que, todo hay que decirlo, son dos adorables niños de seis y siete años a los que he empezado a querer como si fueran mis propios nietos.
Ahora ya no necesitamos que la Casa de la Cultura convoque “tardes en familia” porque somos nosotros los que las fabricamos. Aprovecharemos el verano para hacer planes al aire libre, pero en cuanto llegue el mal tiempo hemos decidido hacer una maratón de películas Disney que repartiremos entre distintas salas de proyección: la casa de los hijos de Manuel, su propia casa y, por supuesto, la mía. Habrá palomitas, refrescos y, sobre todo, mucha ilusión.
… cuando me piden que me describa, suelo responder: soy como Mary Poppins, prácticamente perfecta en todo.

María Victoria de Rojas
Asesora y Colaboradora en soy50plus
Ha sido directora de la revista Ejecutivos y actualmente “sigue alcanzando metas” , tal y como cuenta ella misma. Como escritora, ya lleva 3 libros publicados y es coach, speaker y editora del blog femeninoyplural.com. Es un honor para soy50plus contar con las colaboraciones de María Victoria dentro de CALMA.