Oporto, vértigos que enamoran

Enrique de Pablo

22/01/2024

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El vértigo no mata, y a veces puede no ser ni peligroso. Incluso puede ser placentero. Cuando uno se anima a visitar a Oporto, sabe lo que le espera: imponentes cuestas para subir, bajar y no terminar. Pero que duelen menos cuando se contempla lo que se va dejando a un lado y al otro, arriba y abajo. Y unas vistas y perspectivas que sí, en algunos puntos invitan a sentir vértigo. Pero que enganchan y terminan por enamorar.

La ciudad está edificada sobre el estuario a la margen derecha del río Duero, a punto de desembocar en el Atlántico. En la margen izquierda es donde están las bodegas de vino Oporto, hay que decir que la mayoría inglesas. Pero en realidad, ya estaríamos en Vila Nova de Gaia, por sí misma la segunda ciudad más poblada de Portugal, aunque pertenezca al área metropolitana de Oporto.

Oporto, como Lisboa, como algunas ciudades españolas, se hizo valer en la parte final del siglo XX. Unas sacaron brillo a la piedra, y esta, además, le puso azulejos a sus edificios y, sobre todo, a sus iglesias. Si antes era decadente y quizás triste, ahora es decadente e insobornablemente bella.

¿Hemos dicho iglesias? Dicen que es, de Europa, la que tiene más por metro cuadrado. No se trata de verlas y visitarlas todas, pero en algunas, será un pecado no detenerse: San Ildefonso, la Capilla das Almas… El verdadero faro de la ciudad es la Iglesia de los Clérigos con su torre, que domina toda la escena portuense. Y por supuesto, la formidable la catedral, cuyo entorno también ofrece vistas adictivas.

Las opciones de paseos por Oporto son interminables. Podemos por la Rua das Flores bajar hasta el río, cruzar el imponente, pinkfloidiano Ponte Luis I por abajo… o por arriba, pero cuidado, que por allí pasa el metro y nos queda un estrecho paso, la barandilla no muy alta y ya saben, esos vértigos… Habrá que recrearse en el interior de la Estación de Sao Bento, con sus generosos azulejos, y no perderse la Librería Lello, dicen la más bonita del mundo, para la que hay que sacar entrada, que te decuentan luego de la comprar de un libro. Recomendable el barrio de Boavista, pero especialmente tomar un autobús hasta Castelo do Queijo, una vieja fortaleza junto al mar. Desde allí, tomar el camino a la izquierda, bordear todo el litoral hasta la desembocadura del Duero, y ya por la ribera, volver al centro de la ciudad.

Y ya sabe, quien ha estado, lo bien que se come siempre en Portugal. Por supuesto, el bacalao. Sólo un consejo: el bacalhau à Braga está espectacular y no deberíamos irnos sin probarlo. Pero al día siguiente, si en otro restaurante el camarero le recomienda un riquísimo bacalhau à Narcisa, sepa que es lo mismo. Por si quiere repetir o prefiere probarlo en otra de las mil formas de hacerlo en este país y en esta ciudad. También habrá que probar la francesinha, una especie de sándwich de carne embadurnado en queso fundido con una sala semi picante. Se ha convertido en el plato más popular entre los portuenses, posiblemente un fenómeno parecido al cachopo en Asturias. Así que conviene no perder la perspectiva. Y si queremos recrearnos en la gastronomía portuguesa, imprescindible visitar el mercado do Bolhao, algo nos llevaremos, seguro.

Es un viaje sencillo: 50 minutos en avión desde Madrid, 15 minutos en metro del aeropuerto al mismo centro. Tres días son suficientes para llevarnos una magnífica idea de la ciudad y, de paso, entrenar esos cuádriceps. Y si podemos estar más tiempo, mejor.

Oporto es decadente y azul, a veces da vértigo y otras fatigan sus cuestas, pero siempre engancha y enamora. Un viaje sencillo y una experiencia inolvidable, acrecentada por la hospitalidad de los portuenses y, faltaría más, por su gastronomía.