20 de diciembre de 1973. Es jueves, nos dan las vacaciones de Navidad y en el cole habrá fiesta. Pero al llegar, nada de jolgorio, extraña el silencio. En clase, de 50 que debíamos ser entre 3º y 4º, apenas estamos cinco. La señorita Maite, profesora que lo era para todo, está pero no está, seria, como si no supiera qué hacer o qué decir. Finalmente nos cuenta que una niña de 2º, Emilita, ha muerto esa noche. Mira a Elsa, otra compañera, que asiente frente mí al otro lado del aula. Como está todo muy triste, nos mandan a casa. Sería media mañana. Nunca sabría si ese luctuoso suceso había pasado realmente. No volví a oír a hablar de esa pobre niña.
En casa, sobria y sorda seriedad. La radio puesta. Mi padre también ha vuelto antes de hora, algo le han dicho y el boletín lo confirma. Una voz grave, solemne, y la noticia que se repetirá en bucle: como consecuencia de una explosión de gas en la calle Claudio Cuello, ha resultado muerto el presidente del Gobierno (ni idea de lo que era eso), don Luis Carrero Blanco (ese nombre sí que me sonaba). A continuación, música clásica. En televisión, la misma programación. Eran la misma empresa y la única que podía dar noticias. Lo que iba a ser un día de fiesta es un día de luto. Estoy de vacaciones y me siento extraño en esa tensión. A mi alrededor no se baraja ninguna especulación, a decir verdad, ni siquiera sabía entonces qué era eso.
Por la tarde tengo dentista. Sesión rutinaria con don Ricardo, breve, sin dolor que uno recuerde. Bajo las escaleras con mi madre, nos espera mi padre con el periódico de la tarde, había varios entonces y los de la mañana han sacado edición especial. Ha sido un atentado. En realidad, se sabía desde el principio, aunque yo no supiera nada. Esa noche lo reivindicaría una tal ETA, la primera vez que escuchaba ese nombre y cuánto habría de escucharlo durante tantos años después. La música sacra se prolongaría viernes y sábado. El domingo ya debieron empezar las navidades. En casa de mis abuelos maternos oí contar los primeros chistes. Se harían muchos, clandestinos supongo, pero muy extendidos. Y no eran necesariamente políticos. Eran de este país.
Con los días, los hechos se irían reconstruyendo. La comunicación desde el coche de escolta que iba detrás, avisando de una explosión tras la cual el Dodge del presidente del Gobierno “ha desaparecido”. El aviso de unos monjes de que había un vehículo destrozado en la terraza interior de la iglesia con tres cuerpos dentro. Las informaciones que destacaban que había quedado en forma de ‘V’. El cráter, el túnel, ¿cómo pudieron hacerlo y que nadie descubriera ni sospechara nada? Los nombres de los etarras presuntamente autores. El nombramiento ‘automático’ de Torcuato Fernández-Miranda como presidente en funciones. Las lágrimas de Franco. Dicen que fue la primera vez que los españoles le vieron llorar.
Con los meses, esos hechos tomarían contexto. El régimen se asomaba a su declive. Dicen que, física y anímicamente, el generalísimo dio un bajón y ya no fue el mismo. En la primavera siguiente iba a dar el primer susto serio. Con todo, el aparato se cerró en banda y quiso mostrar músculo. Nombró presidente a Carlos Arias Navarro, del ala dura (si es que había alguna blanda). Por cierto, era el ministro de la Gobernación (del Interior hoy) aquel 20 de diciembre. El atentado de la calle Correo, 12 civiles y un policía muertos, confirmaría que ETA no era una broma. Intentaron culpar al partido comunista. Otros habían dicho que en lo de Carrero había ayudado la masonería. Había tensión y palos de ciego. Y había mucho miedo a lo que podría venir. En París y otras ciudades europeas había españoles que lo seguían todo muy atentos.
Con los años, muchos años, aquellos hechos encontrarían nuevas explicaciones y también nuevas incertidumbres. El encuentro en el Hotel Mindanao entre dos jefes de ETA y un señor con gabardina blanca. Un sobre, unos planos. El presidente del Gobierno hacía exactamente la misma ruta todos los días. El camarero de la cafetería de enfrente que todas las tardes a la misma hora cruzaba la Castellana portando en la bandeja una Fanta y un suizo, la merienda del presidente. El local, el túnel, la Embajada de Estados Unidos a escasos metros… Esas minas de la guerra de Corea que desparecieron de la base de Torrejón. Se activaban con el calor. Henry Kissinger de visita a Madrid. El 18 de diciembre, en su despacho, Carrero le dijo que no, que no y que no a las tres cosas que el secretario de Estado le pidió. A los dos días, “voló”, como decía y dice la canción. El fiscal del Tribunal Supremo a cargo de la investigación fue relevado a cambio de ser nombrado ministro, meses antes de fallecer arrollado por un camión en la Carretera de la Coruña.
Y mucho que se contó, se escribió y se volverá a contar y escribir estos días de aquella mañana y lo que siguió. Por ejemplo, en este Informe Semanal de 1998. Informe Semanal: El asesinato del almirante Carrero | RTVE Play
Se cumplen 50 años de aquel 20 de diciembre. Se puede decir que ese día empecé a enterarme de las cosas que pasaban. Y pasarían muchas…