Antón Chéjov, el escritor ruso más melancólico, es uno de mis autores favoritos. He leído sus cuentos completos y persigo sus obras de teatro allá donde se representan, creo que no hay ninguna que no haya visto más de dos veces. Caprichos que tiene uno.

De ahí que la propuesta de Pablo Remón en las Naves del Matadero me pareciese un festín: dos versiones de Tío Vania, con el mismo reparto y que podían disfrutarse en la misma tarde, una detrás de otra. Por supuesto, allá que fui.

La primera de las propuestas es absolutamente minimalista. Apenas cinco sillas acompañan a los actores que recitan el texto sin aditamentos, poniendo todo el peso en la palabra. La siguiente, sin embargo, es un absoluto malabarismo dramático que, en un mismo espacio, transita entre dos escenarios tan diferentes como la Rusia donde se escribió la pieza y un pueblo manchego actual en pleno verano.

Si el planteamiento inicial ya era arriesgado, la forma de ponerlo en pie lo es más todavía. En cuanto al resultado, quizás lo más sorprendente son las risas que nos descubren que, en una mirada presente, Chéjov tiene mucho humor. Hay aciertos y otros que no lo son tanto. Lo mejor, un reparto que está magnífico. Nunca había pensado en Javier Cámara para el protagonista y es un Vania perfecto.

Personalmente, me quedo con la primera versión. Creo que es una lectura más pura y que potencia la atención a la meticulosidad con la que el autor trazaba la intimidad y las relaciones personales. Pero lo importante es que, como experiencia teatral, el experimento es magnífico, en un atrevimiento que sólo puede implicar mucho amor al texto que se representa.

Los que lo disfrutamos, nos sentimos parte de un gran homenaje al teatro que me recordaba a cuando, hace años, el Teatro Español ofreció la oportunidad de asistir a las Comedias Bárbaras de Valle en una sola tanda.

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