Tristeza es una palabra hermosa. Lo es fonéticamente, pero creo que también en su habitual presentación: tristeza es una palabra que pocas veces se grita, que siempre nos llega casi en susurros. Y no nos engañemos, no nos gusta estar tristes, pero ver películas tristes o leer libros que nos hacen llorar tiene su punto. Si no, de qué iba a triunfar Titanic.
Aftersun es triste, muy triste. De hecho, me atrevería a decir que demasiado triste.
Habla de unas vacaciones entre un padre y una hija. Ella comienza a mirar el mundo desde una infancia que no puede durar más, porque su entorno le exige una posición más madura. Sus progenitores están separados, su padre y ella van a pasar unos días juntos a un resort turístico, buscando por parte de él una felicidad y una cercanía que no sabe cómo alcanzar. Y, como ocurre tantas veces, las cosas no salen como estaba previsto.
Todo esto lo conocemos desde el recuerdo de la hija, ya dueña de su propia vida. La memoria y unas grabaciones de entonces conforman una narración que en esa perspectiva adquiere una densidad íntima. Está contada en ocasiones a trompicones, no es fácil abarcarla. Y sin embargo, sin saber muy bien por qué, cuando termina sabemos que lo que acabamos de ver es la crónica de una pérdida.
Porque creo que Aftersun habla de eso. Del pasado que no podemos recuperar, de lo que no entendimos entonces pero que ahora nos muestra lo dañino de nuestra ignorancia. Y es imposible que todos no hayamos sentido eso alguna vez.
Está teniendo un éxito inesperado para una película británica independiente, y me alegro mucho. Se lo merece. Cuando pienso en ella, la encuentro más triste todavía. Y sin embargo, me gusta recordarla.
Lo dicho, al final va a ser que tenemos que reconocer que nos gusta la tristeza. ¿Será cosa de la edad? ¿Sabéis si les pasa a los veinteañeros?
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Aftersun habla del pasado que no podemos recuperar, de lo que no entendimos entonces y ahora nos muestra lo dañino de nuestra ignorancia. Está teniendo un éxito inesperado y se lo merece.